Por Arleen Rodríguez
Desde los días de la Sierra, el verde olivo
ha sido la señal más visible del guerrero sin reposo. Algunas veces, por
razones protocolares, vistió la guayabera o el clásico traje oscuro, pero
enseguida volvía a la ropa de campaña, la de las charreteras con rombo
rojinegro entre laureles, santo y seña del jefe revolucionario.
Así fue hasta el aciago día en que su
Proclama nos hizo enmudecer de angustia: alejado por decisión personal de los
cargos que detentó hasta entonces por aclamación popular, parecía también haber
dejado a un lado al uniforme de tantas batallas duras y gloriosas con cuyos
hilos se tejieron momentos culminantes de la historia contemporánea.
Pero Fidel es Fidel. Lo dijo quien lo
conoce antes y mejor que cualquiera de nosotros. Fidel sabe cuánto significan
el verde olivo y la estrella de Comandante en Jefe para un pueblo que alimentó
su resistencia a cuenta de su propia historia.
Tras largos meses de incertidumbre, Fidel
reapareció. Volvía soldado de ideas agudas, punzantes, provocativas. Era el
mismo, su fusil de mirilla telescópica se había transformado en un arma de
alcance universal, la palabra viva, y con ella apuntaba hacia ámbitos que
parecían no preocupar a los líderes del primer mundo, en una época en que la
vista larga puede marcar la diferencia entre la supervivencia o la extinción de
todas las especies vivas.
En su marcha infatigable hacia el horizonte
que han de conquistar todos los hombres y mujeres del mundo, se le volvió a ver
vital y certero al frente de un ejército aún pequeño para la gigantesca misión
que tiene por delante: hacerle la guerra a las guerras.
Por esos días, Roberto Chile, quien por más
de 25 años registró la imagen en movimiento del líder cubano, dejaba descansar
la acostumbrada cámara de filmación y elegía la imagen fija para inmortalizar
la trascendencia de esos instantes decisivos de la historia, y así, detener en
el tiempo, el símbolo épico de un hombre ícono de quienes luchan toda la vida.
Tomado de http://www.lajiribilla.cu
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